Nada iguala al árbol.
No por su forma o su ascenso,
otros arañan nubes y vértices,
otros aprendieron a volar,
otros prometieron repartir la luz.
El hombre lo intentó,
fue un fracaso: manufactura,
barniz, demasiado esbelto,
sin heridas en la corteza.
Una y otra vez produjo
sombras útiles, chicles de clorofila,
quiso imitar el cobijo
crujiente de las ramas,
el sueño a salvo,
el salto cuando amanece
a un mundo recién parido.
Nada iguala al árbol
que conoce las orillas
y la pulpa, que resiste,
que nos piensa sin dominio.
Nada se mueve tan rápido
como para detener el tiempo,
para crearlo.
Nada iguala al hombre,
animal que no entiende,
máquina que todo lo malogra,
niño sin árbol para el ascenso.